domingo, 1 de julio de 2018

Un misterio

Para Francisco y Belén y todos aquellos que buscan a Dios

“Como puedo creer en un Dios que no veo, un Dios al que le hablo y no me responde”.
Francisco y Belén, cuando se pasa por la terrible experiencia de la muerte, es difícil comprender. La muerte es un sinsentido, al menos a primera vista, y siempre a los ojos de un niño.
Incluso para mí, que la muerte de mi madre me ha acompañado desde tan pequeñito, me resulta muy doloroso recordar a vuestras abuela Pepita y saber que desde ahora ella sólo nos podrá acompañar desde sus recuerdos. No podremos volver a verla nunca más, nunca. No podremos volver a disfrutar de su presencia entre nosotros.
“Intento recordarla y no puedo”, me dices Francisco, con lágrimas en los ojos. Es cierto, para intentar recordarla vívidamente, como cuando estaba a nuestro lado, tenemos que contemplar su imagen en una fotografía. Mira en ésta, ¡Cómo os estáis riendo los dos juntos! ¡Con qué ganas! Es uno de esos fines de semana que con el abuelo Julio vino a visitarnos.
La verdad es que era Pepita era una abuela genial, muy divertida. ¡Cómo os lo pasabais juntos jugando a las cartas, cantando, o contando ella historias de cuando era niña en Prádena, su pueblo segoviano que tanto nos enseñó a amar! Por no recordar sus guisos ¡cómo cocinaba la abuela!
¡Es verdad, Francisco!, la vida de la abuela se ha detenido como congelada en ese trozo de papel enmarcado que abrazas contra tu pecho.
“¿Dónde está la abuela ahora?” Os preguntáis. Fijaos, volvéis a hacer la misma pregunta que se han hecho todos nuestros antepasados desde hace más de 2,5 millones de años. Hoy sabemos que el hombre no tuvo que llegar a ser Homo sapiens sapiens para hacerse esa pregunta, sino que fue mucho tiempo antes, recién adquirida la conciencia, cuando su pregunta por el más allá lo llevó a las primeras prácticas religiosas. La muerte es quizá el primer motivo por el que buscamos a Dios.
“¿Dónde está la abuela ahora?” Es un misterio, algo que nos resulta difícil comprender o explicar, algo de los que no podemos tener certeza, estar seguros.
Es verdad que yo os digo que está junto al Señor mirándolo cara a cara. Completamente dichosa, feliz como no podemos imaginar. No os lo digo para consolaros, sino porque yo lo creo así.
Es verdad que si yo no fuera cristiano, es más, si yo no creyera en Dios, te diría que la  abuela continúa viviendo en nosotros, sólo en nuestros recuerdos, sólo también, en parte, en nuestra forma de ser y de comportarnos. Porque, ¡no lo olvidéis nunca Francisco y Belén!, nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros antepasados, no solamente nos dan la vida y su patrimonio genético, no solamente nos alimentan y sustentan cuando nosotros no nos bastamos, sino sobre todo, nos educan, nos transmiten su forma de ser y entender el mundo, eso que llamamos cultura y creencias. Pues bien, te diría todo eso. La abuela vive en nosotros, sólo en nosotros. No te lo diría para consolarte, sino porque lo creería así.
¡Te das Francisco cuenta cómo se trata de creer una cosa o su contraria! Pero a fin de cuentas de creer. Por eso te digo que es un misterio, porque no es posible saber, desvelarlo, por mucho que las personas, creyentes o no creyentes, lo hayan intentado, lo intenten y lo intentarán de generación en generación.
Pero, ¡recuerda!: con los misterios pasa algo aún más sorprendente, lo misterios son reales de una forma u otra, son reales, es decir, existen aunque ello nos fastidie bastante a veces.  
Efectivamente, pueden pasar varias cosas, con esto de Dios y la otra vida. Pueden ser una realidad, aunque nosotros la neguemos, ¡vaya chasco sería! ¿Verdad?, o pueden no ser nada aunque nosotros creamos ¿otro chasco? Me dirás que hay otra posibilidad: que Dios y la otra vida sean reales y nosotros creamos en ella ¡Bingo!
Pero sea lo que sea, pienso que lo verdaderamente importante no es creer o no creer, que también, sino en vivir de acuerdo con lo que creemos, ser auténticos como se dice ahora. Eso es lo verdaderamente cabal. Y además te recuerdo que el hecho de no creer no nos soluciona la vida, más bien al contrario, y además estamos solos para resolver por nosotros mismos eso que llamamos el problema de vivir bien, tener una buena vida.
A pesar de lo que pudieras pensar, las personas no somos tan diferentes como en un principio parecemos, yo mismo, sin ir más lejos, cuando tenía la misma edad que tú, o quizás algún año más, me preguntaba sobre Dios cosas por el estilo de las que te preguntas tú ahora.  Bueno, quizás las cuestiones sobre Dios vinieron algo más tarde, cuando mis profesores de filosofía me mostraron el vértigo y la emoción que se siente cuando nos dedicamos al pensamiento abstracto y metafísico. Cuando era adolescente mi principal preocupación era más bien Jesús, bastante más tangible, que ni siquiera los que no creen pueden negarlo, porque el Jesús histórico vivió en Palestina hace ya dos mil años.
Por aquel entonces estaban de moda los cartelitos, banderines con frases impactantes que todos los adolescentes colgábamos de las paredes de nuestra habitación. Ya sabes, parecidos a los posters que cuelgan en la tuya, pero con frases algo más rebuscadas del estilo de:
“Señor concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquello que puedo, sabiduría para reconocer la diferencia”.
Ese me lo regaló mi madre cuando cumplí los 18 años. ¡Toda una declaración de principios para un niño revolucionario como yo que no le gustaban muchas cosas que veía en el mundo que conocía y quería cambiarlo todo!
Pero hay otro todavía, más impactante aún. Verás, fíjate:
“SE BUSCA. RECOMPENSA: LA ETERNIDAD. Jesús de Nazaret, galileo, 33 años, tez morena, barba y cabellos al estilo hippy, cicatrices en las manos y en los pies. Se acompaña de leprosos, mendigos, perseguidos y una banda de 12 incondicionales. Escandaliza a las masas con frases tan revolucionarias como “amaos los unos a los otros” y “perdona a tus enemigos”. Si lo encuentras…sigue sus huellas”. Ese me lo compré yo cuando cumplí 18 años.  Todo un modelo de vida que seguir.
Los dos aún los conservo. Los habrás visto colgado en las paredes de nuestro estudio.
El mensaje de los dos ha estado de alguna manera presente en mi vida hasta hoy. ¿Y sabes por qué? Porque lo que siempre me ha interesado no es sólo si hay vida después de la muerte, sino que haya vida antes. Y que esa vida sea buena, no simple supervivencia o miedo constante a morir[1]. Una vida buena para mí y para los que me rodean. Al fin y al cabo esa ha sido también la preocupación de todas las tradiciones filosóficas, y de las grandes religiones del mundo. Aunque como bien sabes, eso no quiere decir que en nombre de la sabiduría o de Dios, el ser humano, haya cometido a lo largo de su historia las mayores iniquidades que puedas o no puedas imaginar.
Pero, como te pasa a ti, me preocupa lo impenetrable del futuro hacia el que sin quererlo nos encaminamos[2]. Por ese futuro muchos hombres han sido capaces de hacer de este mundo el Paraíso, pero la mayoría de la veces el Infierno, al menos para la gran mayoría de los seres humanos que pueblan y han poblado la tierra.
Ves como la cosa de la religión, a pesar de lo que a primera vista parece, es una cosa más de este mundo que de cualquier otro. Pero, me pregunto, los que somos religiosos como tú o como yo ¿sabemos lo que realmente eso significa? ¿Qué es la religión? ¿Y si lo buscamos en Google?...
La interpretación moderna, de manos de San Agustín, vincula el término latino religio al verbo religare, “apretar, ajustar, atar”, ya que la palabra latina religio significa, en muchos casos, “acción de atarse, de vincularse, de asumir una obligación”. Por tanto, pienso que podríamos decir que los que somos religiosos estamos atados, comprometidas nuestras vidas con aquello que creemos, comprometidos con Dios.
Y ahora ha llegado el momento Francisco de viajar en el tiempo, y nos vamos al Monte Sinaí, es el siglo XII a.C. o quizás antes. Moisés está entrevistándose con Dios. ¿Ves esa zarza ardiendo que jamás se consume? ¿Portentoso verdad? Moisés es un hombre inquieto, observador, reflexivo. Dios lo ha querido llamar, y como lo conoce, nada mejor que reclamar su atención con un fenómeno tan extraño como una zarza que arde y no se consume.
Los judíos, los cristianos e incluso los musulmanes creen que Moisés era un profeta. No. Un profeta no es un adivino como a veces nos creemos, un profeta nos muestra el rostro de Dios y, con ello, el camino que debemos tomar. Como ves un profeta es algo grande.
Pero volvamos al Monte y escuchemos, Moisés le dice a Dios: “Déjame ver, por favor, tu gloria”. Dios le contesta “Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad”… “Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo”[3].
Muchos siglos más tarde, Juan escribe esto sobre Jesús en su prólogo de su Evangelio: “Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado”[4]
¿Qué te quiero decir con todo esto? Que como le pasó a Moisés, tenemos que saber que sobre Dios no podemos conocer mucho, más bien poco. Si la muerte es un misterio para nosotros ¡imagínate Dios! ¿Y qué es ese poco que podemos conocer sobre Dios? Su bondad, su infinito amor por el hombre y por todo lo creado ¿tan poco es?
Pero hay mucho más. Los cristianos creemos que Dios se ha revelado, se ha mostrado al mundo a través de Jesús de Nazaret. Él es el verdadero rostro de Dios. No es un profeta, es Dios. Por tanto, si quieres saber quién es Dios, cómo es Dios, busca a Jesús, primero ten fe en él, abandónate a él, confía en él, conócelo, conviértelo en tu guía, en tu referencia de vida… Y llegarás a Dios.
Pues conviene que sepas que tener fe es algo más que considerar por verdadero (o falso) algo que en principio no podemos conocer, algo que es un misterio. Creer es lo que mueve la razón, el corazón y las manos de las personas, lo que engloba todo su ser, el pensamiento, la voluntad, los sentimientos y la acción[5]. La fe debe hacerte un hombre distinto. Si no, ¡perdona que te diga!, no crees en nada.
Pero piensa que el camino con Jesús es como un viaje que inicias con alguien que te cae bien pero al que no conoces mucho, ¡aunque confías en él lo suficiente! Es en el camino dónde lo terminas de conocer, en las aventuras que vivís, en los chistes que os contáis, en esas noches contemplando el cielo, en las fiestas a las que vais, pero también en esos días tristes, en las incomodidades del viaje, cuando caes enfermo… Al final del viaje han surgido unos lazos de afecto y amistad, y os termináis queriendo como hermanos. Sois inseparables. No concebís la vida el uno sin el otro. Soy amigos de por vida, para los buenos, pero sobre todo para los malos momentos. Pero para llegar a eso os habéis tenido que dedicar tiempo, gastar tiempo, el uno en el otro, habéis tenido que superaros, dejar a un lado vuestros egoísmos, poner en común todo lo bueno que tenéis. Me dirás que ha merecido la pena.
Pues verás que cuando conozcas a Jesús no concebirás la vida sin él, sin seguirlo, sin ser su discípulo, como se dice en los evangelios. De seguirlo a cualquier parte dónde la vida te lleve.
Además esto de seguir a Jesús, tener fe en él y en lo que él más ama, su padre Dios, tiene una segunda ventaja, no menos importante, pienso yo, que es que se aprende a amar a los demás, a darte a ellos, a tener una vida plena y feliz en comunidad, a ser más humano. Seguir a Jesús es darse la “vida padre”, nunca mejor dicho, pero eso sí, sin miedo al futuro, sin miedo a la muerte.    
Bueno, pues hemos llegado al final del principio de este libro que hoy tienes en tus manos. Sí Francisco, te he escrito un libro sobre Dios, y un libro sobre la vida que comienzas a vivir. 
El primer motivo es que llevo muchos años de búsqueda, de reflexión, pues soy de los que piensa, como tú, que la fe no es cosa de creerse cualquier cosa que te cuenten, aunque sea tu propio padre, el catequista o el sacerdote. Quiero compartir contigo esos esfuerzos y darte razón de mi fe, una fe razonada y creo que razonable, por si a ti te sirviera para iniciar tu propia búsqueda. Una búsqueda que puedes aplazar, pero que no puedes rehuir por tiempo indefinido, porque está impresa en tu propia naturaleza de hombre, como antes te quise contar con esa historia del nuestros antepasados de las cavernas. ¡Y ya te estás haciendo un hombre!
Pero hay un motivo, quizás más íntimo. Necesito hacerlo, no me preguntes por qué pero así es, es para mí una necesidad vital escribir sobre mi fe.
Pero antes de finalizar hay dos cosas que quiero que tengas muy claro, y que a veces a mí me han llevado de cráneo durante mucho tiempo.
La primera es que los creyentes no estamos obligados a cargar sobre nuestros propios hombros con todas aquellas cosas deleznables que han hecho nuestro antepasados en nombre de Dios. Para hacer el mal el hombre siempre se ha bastado bien solito.
No sólo podemos, si no que debemos rechazar todo lo que en la religión hay de inhumano, todo los que aleja al hombre de Dios, todo lo que hace que Dios no interese al hombre moderno, o postmoderno más bien. Estamos obligados a separar el grano de la paja, para que el grano de fruto.
La segunda es que las personas de ciencia podemos creer en Dios con más motivo que las personas que no saben de esto mucho. Los científicos sabemos que el hombre con un buen método, tiempo y esfuerzo puede conocer muchas cosas. También sabemos que hay cosas que no conoceremos jamás.
Porque los hombres de ciencia no creemos en la magia, podemos creer en Dios con más conocimiento, sabemos incluso mejor lo que nos traemos entre manos. ¡Escúchame!, no buscamos a Dios para explicar las cosas que no podemos explicar de otra manera, sino para dar sentido, verdadero sentido, a las cosas que conocemos. ¡Claro que los científicos podemos creer en Dios sin que seamos tomados por locos o desequilibrados por sus nuestros propios colegas!  
A su debido tiempo te hablaré de todas esas cosas. Por hoy ya es suficiente.




[1] Fernando Savater. 2001. Ética para Amador. Ed. Ariel. Barcelona. P 172
[2] Joseph Ratzinger. 2007. Jesús de Nazaret. La Esfera de los Libros. Madrid.
[3] Éxodo (33, 18-20).
[4] Jn (1, 17-18).
[5] Hans Küng. 2011. Lo que yo creo. Editorial Trotta. P 11.

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