martes, 14 de diciembre de 2010

Sevilla y Granada en el recuerdo

Granada por aquel entonces, 1957, era como una canasta de flores. La recuerdo vital e intensa. Una ciudad llena de belleza, de encantos profundos. Una ciudad ideal que todavía no la había roto esa transformación de las nuevas construcciones y  raras autovías que la amordazan. Granada se extendía radiante, llena de luz, sin límites ni fronteras. La Vega, El Camino de Ronda, La Carretera de Murcia, la abrían haciéndola infinita, sin aristas. Granada era como un universo que se iba poco a poco diluyendo sobre un campo de chopos y amapolas. Yo la paseaba, cogía el tranvía, me alejaba y la observaba desde la lejanía inmediata. Ella, Granada, resplandecía, era luz, era como un centro de mesa que desbordaba el contorno, dulce campo de amor y esperanza. Otras veces subía a El Tambor y desde el balcón de piedras la contemplaba al caer la tarde. Abajo La Vega, la llanura infinita, mi Granada, majestuosa se extendía sobre los campos.

Mi primer contacto con la ciudad fue la Estación de la Alsina, por aquel entonces, situada junto a la desembocadura del Río Darro en el Genil, allá por el Paseo de la Bomba. Recuerdo que con mis maletas al hombro, subí hasta Puerta Real y por la calle Mesones llegué a la Placeta de la Trinidad y a la calle Conde de las Infantas, en una casa hacia la mitad de la calle, me hospedé. La calle iba desde el Convento de la Piedad a la Placeta de la Trinidad, en la esquina el bar Paraíso, un bar con mucho carácter, donde desayunaba todos los días y donde presencié muy buenas partidas de dominó.

La vida de estudiante en Granada, años 1957-1960, era sencillamente maravillosa. La Facultad de Filosofía y Letras era el centro de mi vida. Estudiar en aquellos años Filología Románica era una gozada. Primero, los profesores: Alvar, Llorente, Soria, Orozco, Gallego, Gregorio; segundo, los alumnos y el recinto, pequeño, acogedor. Siempre recordaré las clases del profesor Alvar. Subía al estrado, te miraba con una mirada corva y decía solemnemente:

            -Hoy vamos a estudiar la “a” en la Romania.

Aquello era un lujo de erudición y competencia. La aridez de la materia la suplía la exhibición erudita, los textos que sacaba como ejemplos, las curiosidades que traía a colación Muchas veces los alumnos nos mirábamos atónitos. Si, era posible entusiasmarse con las distintas formas que los hablantes de la Romania pronunciaban la primera de las vocales.

El conjunto de los profesores formaban una orquesta sinfónica de ajustadísimos acordes. Llorente tenía la capacidad de la comunicación, su sencillez y su cercanía te desbordaban. Andrés Soria era como si Granada se hiciera profesora y te mostrara toda su belleza. Él nos transportaba al mundo de la literatura italiana; Dante, Petrarca, Boccacio, San Buenaventura, llenaban tus sentimientos literarios de una poesía deslumbrante y eterna. Emilio Orozco, maestro, vivía el asombro cuando con su melodiosa voz iba desgranando las excelencias del Poema de Mío Cid o los versos eternos de San Juan de la Cruz. La realidad y el misticismo creaban en el aula una atmósfera singular. Yo me sentía jinete por la vieja y adorable Castilla y místico tocado por la gracia en un cenobio abierto sólo a la esperanza sobrenatural.

Me he preguntado muchas veces a lo largo de mi vida el porqué todo eso tiempo tuvo que pasar. Era enormemente feliz. Recuerdo siempre que cuando aquellos profesores te iban comunicando tanta y tanta sabiduría yo miraba a Dolores Gloria, mi compañera. Ella estaba con mucho afán, cogiendo en apuntes, tanta erudición y sabiduría. Recuerdo que la miré el día que Alvar nos explicaba el Poema de Santa María Egipciaca, tenía los ojos llenos de lágrimas. También la recuerdo que lloraba el día que leíamos en la biblioteca, como trabajo de clase, El Mundo es ancho y ajeno. La lingüística, la literatura llenaban y de que forma nuestra vocación, nuestra apertura y disposición a las ciencias y el arte. Yo cogía pocos apuntes, me gustaba, me recreaba en ir descifrando aquellos mensajes, mi mente y mi capacidad de memorizar me permitían asistir a las clases como una esponja que se llena de agua dulce.

Yo convivía en el piso con tres alpujarreños estudiantes de magisterio: Emilio, Pepe y Ni. Me hablaban de la Alpujarra  con una especial devoción. Mi primer contacto con la idiosincrasia de La Alpujarra fue un día 15 de octubre en el bar Los Pinetes. Era aquello un mundo fascinante, la forma de vestir y sobre todo de hablar de los alpujarreños que se daban cita en este lugar. Casi todos venían en los coches piratas y recalaban allí para hacer patria y sentirse entre ellos. En principio fueron hoscos pero al rato se abrieron y me contaron anécdotas y curiosidades que aumentaron mi apetito de ir, viajar, por esa tierra tan desconocida. Me llamó mucho la atención los nombres y lugares de procedencia: Lanjarón, Órgiva, Polopos, Cañar, Pampaneira, Bubión, Capileira. Pepe fue mi embajador. Recuerdo que ese día pedimos unas cervezas y una ración de choto al ajillo, después un “costa”. Se sentó con nosotros Feliciano, un vendedor ambulante de Pórtugos, gran aficionado a los toros. Me dijo de pronto, al enterarse que yo vivía en Sevilla:

-          Fernando ¿cómo es la Maestranza?

Su mirada,  sus ojos  claros, se llenaron   de emoción al preguntarme.

Yo no supe transmitirle mis sentimientos sobre ese templo de la tauromaquia tan singular. De mis tardes sentado en el tendido 11, en silencio, dando majestad y eternidad, a aquellas faenas memorables de Domingo Ortega, Mario Cabré, Manolo González. Aquella tarde que me llevó mi padre y vi sobre el albero la faena inmensa de Manolete y de Pepe Luis, aquel par de banderillas de Pepe Hillo o aquella faena de El Estudiante. Aún resuena en mis oídos la voz que salio de los tendidos de sombras durante aquella faena memorable:

            -¡Viva la Universidad de Sevilla!

El río Guadalquivir, la Torre del Oro, El Giraldillo, hacen de la Plaza de Toros de la Maestranza, un templo, un jardín, un trozo del Paraíso, un capricho de Dios Padre para que Sevilla sea espejo, luna y sol de la belleza. No supe, no pude describirla. Me emocioné tanto que en aquel rincón de Granada me preguntaran por esa parte de Sevilla que tanto amo, sólo pude mirarlo y con emoción le dije:

            -La Maestranza es Sevilla.

Me costó mucho entrar en Granada. Sevilla era muy distinta, una ciudad opuesta. Sevilla era el anverso de una moneda de oro y Granada el reverso de esa misma moneda. Sevilla extrovertida, Granada introvertida. Sevilla paisaje abierto, Granada recóndita y profunda. Sevilla llana, Granada montañosa. Sevilla ruidosa, Granada silenciosa. Sevilla crece hacia fuera, Granada crece hacia dentro.

                                                                
                                                              Por Fernando Duran Grande