miércoles, 2 de marzo de 2011

WEISS, mi gatita blanca


Era un día de primavera de hace ya algunos años. Mis hijos Manolo y Lola se presentaron en casa con una gatita recién nacida. Se la encontraron abandonada en la calle Valparaíso, al salir del Colegio Alemán. Venían muy contentos con la dulce carga y con los ojos iluminados de una alegría infinita. La traía Manolo en brazo y Lola apoyaba su mano derecha en la barriguita de Weiss. Era blanca con unas manchas negras en el costado derecho y en la punta de su cola. Era una pelota de algodón, con dos ojitos color de caramelo de menta, y una boquita de cereza partida en dos. Venía hambrienta. Lola le preparó un biberón  de leche fresca que Weiss la consumió en un periquete. Weiss vivió con nosotros, en la familia, hasta hacerse adulta.

Weiss tenía una canasta de mimbre con una mantita que le servía de cama y nido. Tenía también dos escudillas, una para la comida y la otra llena de agua para beber. En la terraza una caja de madera con arena.

Weiss era muy sociable con nosotros y muy huraña con los extraños. Jugaba todo el día con una pelotita de trapo. Al llegar el mediodía corría hacia la puerta de la casa, se sentaba esperando la llegada de los niños y ya no se separaba de ellos. Jugaba y jugaba. Se ponía panza arriba para que la acariciaran su barriguita y con las patitas traseras, sin sacar las uñas, se defendía, era su juego preferido.

Comía de todo pero le gustaban mucho los menudillos de pollo. Cuando María, mi mujer, en la cocina, preparaba el pollo, se acercaba sigilosamente a ella y le daba ligeras topaditas en las piernas esperando el suculento alimento. María tardaba en dárselo y ella con paciente espera runruneaba una y mil veces hasta que al fin ella los depositaba en la escudilla. Weiss corría y antes de comer volvía a la cocina y se lo agradecía dándole varias topaditas y soltando un suave maullido, después se hartaba y se tumbaba sobre un rayito de sol que entraba por la ventana de la habitación de los niños.

Mi hija Lola se había encariñado mucho con Weiss y ésta lo sabía. Torcía su cabecita hacia el lado derecho y se le iluminaba su carita, adelantaba la patita derecha y levantaba levemente ofreciéndola con adoración y felicidad. De noche, corría desde el dormitorio de Lola a la sala de estar, se paraba junto a ella, maullaba  y volvía a correr hacia el dormitorio, así una y mil veces hasta que Lola se levantaba. Se iba al dormitorio y se echaba en la cama. Weiss se recostaba junto a sus piernas. Recuerdo una noche que decidí levantarme a medianoche para ver donde estaba Weiss, fui hasta su nido y no estaba. Me acerqué a la habitación de Lola y allí estaba. Se había metido entre las mantas y tenía su cabecita blanca sobre la almohada, estaba dulcemente dormida.

Weiss hizo su primer viaje en coche a Higuera de la Sierra. Era verano y toda la familia nos desplazamos a la sierra para mitigar el fuerte calor de Sevilla. Mi gatita en el viaje se mareaba. Hicimos una parada en el límite de las dos provincias y descansamos un rato junto al cartel del Toro de Osborne. Nos bajamos del coche y la soltamos en el campo, tenía miedo al principio, después se puso a jugar con las orugas, saltaba para coger las mariposas y mordía la hierba fresca.

La casa de Higuera de la Sierra era muy bonita. Se entraba y había un largo pasillo hasta el comedor y el patio. A mitad del pasillo estaba la despensa y las escaleras que subían al doblado. A la izquierda quedaban las habitaciones de dormir, la cocina y el cuarto de baño. El patio tenía un pilón y junto a él un ciruelo y un limonero lunero. A Weiss le gustaba mucho la casa. Corría de la puerta al patio y del patio a la puerta. En la puerta se paraba, se frenaba y sacaba su cabecita entre la cortina para observar la calle. Un día estando yo sentado en la butaca del comedor venía corriendo a una velocidad endiablada, salto sobre mis piernas, el rabo gordo como un puerro y en la puerta se asomó un perro callejero que ladraba. Weiss había descubierto a su natural enemigo. Muchos días se subía al ciruelo y después no sabía bajar. Manolo tenía que rescatarla y ella mimosa bajaba maullando suavemente. Jugaba con el chorro de agua de una pequeña manguera que usábamos para regar y refrescar el patio y cuando se mojaba huía encaramándose al ciruelo. En la sierra conoció a su primer novio pero no trajo descendencia.

Su segundo viaje fue a Alcalá de los Panaderos. La familia nos desplazamos a Santander. Llevamos a Weiss a casa de mis suegros. Allí lo pasó muy bien. Se pasaba el día corriendo por los tejados y se ponía a descansar junto al horno de pan. Se extendía rechoncha sobre las palas y los serones. No dejaba que la acariciaran. El día que fuimos a buscarla  la tuvimos que llamar varias veces. No nos hacía caso, estaba enfadada. Al fin vino protestando, la cogimos dulcemente y volvió a Sevilla.

En Sevilla, cuando salíamos y la dejábamos sola, se pasaba todo el tiempo detrás de la puerta de la calle esperándonos y cuando llegábamos salía corriendo y se escondía debajo de la cama de los niños y tardaba mucho tiempo en aparecer.

Un día triste de otoño estaba Weiss enroscada sobre una butaca de la sala de estar, se quejaba lastimosamente y observamos que por las tetillas depuraba un líquido blanco pastoso. La llevamos a su médico y le recetó no se que mejunje que no le sirvió. El veterinario nos dijo que tenía cáncer de mama. Cada día sufría más y sus maullidos eran más agudos. La llevamos de nuevo al veterinario. Fernando, mi hijo, la llevaba en sus brazos. Weiss recorrió el camino con su cabecita sobre el pecho del niño, acurrucada. No hubo medio de tenderla sobre la mesa de operaciones de la clínica y el veterinario le puso una inyección fatal.

Weiss se quedó dormida en el regazo de Fernando. Murió en la Calle Valparaíso junto al chalet donde la encontramos abandonada cuando era una pelotita de algodón. La enterramos junto a la vía del tren para que llegara antes al paraíso de San Francisco de Asís donde los gatitos viven eternamente.

Por Fernando Duran Grande