miércoles, 5 de octubre de 2011

RELATOS DE INFANCIA

                                                              A mi nieto Francisco que todos los
                                                             días me  pregunta  por  mi infancia.

Nací en Campofrío, provincia de Huelva, partido judicial de Aracena. No tengo recuerdos de esos dos años que viví en mi pueblo. Mis primeros recuerdos son de Castilleja de Guzmán a la que llegué con tres años. El pueblo se extendía a lo largo de la carretera, tenía una plaza grande subiendo la cuesta a la izquierda, con un pozo en medio. Jugaba a los coches y con mis amigos “al da”. Recuerdo que un día jugando nos acompañaba el Lince, un pastor alemán del sargento de la guardia civil, que además tenía una perra, Cascarilla, que era muy cariñosa. Jugábamos “al da” y un niño, él que se quedaba, me perseguía para cogerme. El Lince  creyó que el niño quería hacerme daño y le mordió en el culo. Yo estaba todo el día jugando con los perros e incluso alguna vez me quedaba dormido junto a ellos. Iba al colegio de D. Juan que estaba al principio del pueblo, en un aula, estábamos todos los niños, pequeños y grandes. A mi hermano Manolo le salían verrugas y mi madre le dijo que cogiera un garbanzo por cada verruga y fuera al pozo de la plaza, se asomara al brocal y dijera en voz alta: verruga, verruguita vete al agua, y echara los garbanzos al pozo. Lo curioso es que a mi hermano le desaparecieron las verrugas

Mi padre que era guardia civil fue trasladado a Sevilla, al cuartel de Miraflores, tendría yo unos cinco años, hablamos de 1937. El cuartel era muy grande. Tenía dos edificios unidos por un estrecho pasillo en la planta baja y por la azotea. La casa de los guardias civiles rodeaba el patio central de cada edificio. Yo vivía en el primer patio donde estaba el guardia de puerta. La entrada al cuartel se hacía por una puerta muy grande que estaba delante del primer patio. La puerta de entrada al segundo patio estaba siempre cerrada. Dando a la fachada estaban las casas del capitán, teniente, brigada y sargento. También en la fachada, en el lado este, estaba la tienda del “Bigote”. El dueño era muy bajo y estaba gordo como una bola de nieve, tenía un enorme mostacho y un genio de aúpa, era un cascarrabias indomable. Me acuerdo el día que murió, llovía a cántaros.

Los niños jugábamos mucho dentro del cuartel. Mi amiga más íntima, yo tenía unos seis años, era Antoñita, hija de Atalaya, guardia civil que tenía su pabellón en la azotea. Antoñita era muy guapa y muy morena. Siempre estábamos juntos y jugábamos “al tejo”. El día de la patrona, la Virgen del Pilar, se hacía una verbena, se adornaban los patios, había baile y los mayores hacían un ponche riquísimo. Como recuerdo guardo una foto familiar donde estamos todos, niños y mayores, junto a la pared que cerraba el patio. Antoñita estaba a mi vera con la melena suelta. Recuerdo también el día que sonó la sirena porque unos aviones de los rojos querían bombardear Sevilla. Todas las mujeres de los guardias civiles cogieron a los niños y nos llevaron a la escalera que daba entrada a la casa del brigada y nos refugiamos debajo de la bóveda. Muchos días cortaban el suministro eléctrico. Esos días a oscura lo aprovechábamos los niños para jugar “al escondite".

Siendo niños conocí a personajes muy típicos. Recuerdo a Raimundo que iba con un burro muy flaco vendiendo frutas. Se contaba que un día le tocó la lotería y estando Raimundo viendo el décimo premiado, el burro le dio un mordisco y se lo comió. Recuerdo a Leal, un quincallero que con un carrito lleno de cajones, vendía botones, hilo, cremalleras. Los carros de Aramburu tirados por tres mulos recorrían la avenida. Los carreteros dejaban que los hijos de los guardias nos subiéramos en ellos y así hacíamos el camino desde la parada del tranvía en La Ronda hasta el cuartel que estaba en el número 38 de la avenida. Un día jugando en el campo de los chinos me encontré una pistola que estaba escondida en los matorrales cerca de la funeraria, la llevamos al cuartel. En el campo de los chinos jugábamos a “la pedrea”. Nos dividíamos en dos grupos separados unos veinte metros y comenzaba el juego tirándonos piedras, yo tuve suerte y no terminé con la cabeza rota. El campo de los chinos era un descampado entre la avenida y la Cruz Roja de Capuchino. En primavera íbamos a volar los panderos.

Los domingos mis padres nos daban la paga, un real. Yo lo gastaba en chucherías: caramelos, chufas, algarrobas, garbanzos y en cigarrillos de matalauva  que fumábamos a escondida.

Los niños del cuartel formamos un equipo de fútbol y nos enfrentábamos a los niños del primer grupo, una casa muy grande que estaba enfrente. Jugábamos a la pelota que era de trapo y el partido duraba el tiempo que la pelota se rompía en mil pedazos. Nosotros nos entrenábamos en la acera, delante del cuartel, que era muy ancha.

Tuve una infancia muy feliz. Los niños no éramos conscientes de la época que se vivía por aquel entonces. La guerra civil, el racionamiento…para nosotros era el juego lo principal, bueno, también el colegio como te contaré.


Por Fernando Durán Grande

                                          

MI VIDA ESCOLAR

Estudié la primaria en el Colegio de Felipe Benito, el bachillerato en el colegio de Santo Tomás de Aquino, los cursos comunes de la licenciatura de Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla, la especialidad de Filología Románica en la Universidad de Granada y también el doctorado. En la Universidad Central de Madrid hice el graduado en Sociología y Psicología aplicada. Posteriormente realicé un máster de Experto Universitario en Didácticas Especiales en la Universidad Complutense y estudios de teología en la Universidad de Comillas.

El edificio del Colegio de Felipe Benito era muy bonito. Mirándolo de frente tenía una torre, la entrada principal y tres clases con ventanales muy amplios. Por la entrada lateral que daba al campo de fútbol entrábamos los alumnos. Detrás un patio central y un porche que lo rodeaba. La clase cuarta daba al campo de fútbol. El lado sur y dando al patio central estaba la residencia de los Hermanos de la Doctrina Cristiana. Se entraba por la puerta principal, a la izquierda la capilla y enfrente el Salón de Actos. Había un naranjal en la parte trasera y jardines en el frontal.

Tengo muy buenos recuerdos de mi colegio. Yo estuve en él cuatro años. Ingresé en la clase cuarta y al llegar a la clase segunda abandoné el colegio para hacer el examen de ingreso en el bachillerato que entonces constaba de siete años. Fueron cuatro años de mucha felicidad. Recuerdo con mucho cariño a los hermanos Eduardo, Salomón y Tarsicio. Al hermano Tarsicio debo mi vocación lingüística literaria. Daba unas clases de lengua que te dejaba boquiabierto. Aún me emociona su capacidad para recitar, lo hacía a las mil maravillas. El hermano Salomón me inculcó el hábito de la lectura. Recuerdo que en sus clases se leía mucho, a veces en voz alta. Se leía El Quijote, Samaniego, Espronceda, Gabriel y Galán, Las Mil mejores poesías en Lengua Castellana, Azorín y Miró. Del hermano Eduardo aprendí la importancia del cumplimiento escolar, la serenidad, la sensatez, la bondad.

A diario, en el patio, nos reunían a todos los alumnos, antes de empezar las clases. Se rezaban tres Avemarías y se cantaba a la bandera de España, después en silencio y en fila nos dirigíamos a nuestras clases.

Las clases eran rectangulares con cuatro filas de bancas bipersonales. Las bancas tenían una parte fija y plana donde estaban los tinteros de tinta negra y roja; y una parte ligeramente inclinada que era una tapa que se abría y dentro estaba el cajetín donde se guardaban los cuadernos, lápices y palilleros con sus plumas. Era obligación de los alumnos mantener siempre limpio el pupitre, de vez en cuando había que limpiarlo. Los hermanos pasaban revista y te premiaban con vales que después podías canjear por libros de cuentos. Me llamaba mucho la atención el puntero que era un artilugio que a través de una lengüeta producía un sonido agudo. Lo utilizaba el maestro para que guardáramos silencio y dar la vez, por ejemplo, en la lectura en voz alta.

Se celebraban campeonatos de catecismo, entonces el Ripalda, que yo me lo sabía de memoria, preguntas y respuestas. Fui varias veces campeón del colegio.

También me gustaba mucho el estudio de la Geografía de España. Geografía descriptiva. Me sabía de memoria los ríos de España con sus afluentes, los sistemas montañosos, las comarcas, las ciudades y los pueblos. Todavía hoy, después de tanto años, los recitos de memoria. El estudio de la geografía ha sido siempre mi hobby. Tengo en mi biblioteca personal muchos libros de geografía. Cosa curiosa fue que andando el tiempo fui profesor de Geografía Lingüística en La Universidad de Granada. Aún hay más. Ahora cuando me siento cansado de estudiar o leer lengua y literatura, cojo un libro de geografía y me libero del stress. Soy un lector empedernido de los libros de viaje ya que en ellos se unen las pasiones que me inculcaron mis profesores de primaria, la geografía y la literatura. Fíjate, hoy mismo, cuando escribo estos recuerdos, tengo sobre la mesa de mi despacho “El río del olvido” de Llamazares y el de Pla “Un viaje en autobús”.

Debo mucho a mis profesores de primaria, no sólo por la afición al orden y al estudio sino también porque me dieron una incipiente formación religiosa, una base, que ha sido muy decisiva en la formación de mi personalidad.

Aún me asombra la liturgia de la Palabra que celebrábamos fuera del horario escolar. La novena a la Inmaculada era todo un lujo. El exorno del altar, las palabras del celebrante y el coro de voces blancas eran una fuente de emoción estética y religiosa.

En los recreos se jugaba mucho al frontón. Los hermanos, todos castellanos de León o Valladolid, eran muy aficionados. Se jugaba al frontón a mano. Afición que yo mantuve muchos años. En Sevilla, en la calle Sierpes, había un frontón profesional en lo que hoy es una librería y en tiempo fue un cine-teatro.

De mi casa al colegio iba andando. Terminaban las casas y había una fábrica de corcho y enfrente un campo de fútbol de tierra que después fue canódromo. Más adelante la Casa Lavadero, un caserío abandonado, que tenía dos grandes piedras delante de la puerta llenas de agujeros de tal manera que orinabas en uno y el chorro salía por otro distinto, después el paseo de las moreras y el colegio, al fin. En primavera cogíamos las hojas de las moreras para alimentar a los gusanos de seda que guardábamos, en casa, en caja de zapatos.

El colegio organizaba en horas extraescolares paseos. Así recorrimos todo el entorno del colegio: la Casa Cuna, el Cementerio de San Fernando, el Hospital de los Locos. Nos inculcaron un fuerte amor por la agricultura, visitamos granjas y huertas de alrededor. Este amor por la tierra lo he mantenido siempre a lo largo de mi vida. Con mi familia hemos paseado por la Peña de Francia, La Alpujarra, La Sierra de Aracena.

Un día inolvidable en el colegio fue el de mi primera comunión. Aún tengo en casa mi misalito y el rosario, también la orla.

De mayor estuve un día en el colegio. Todo me pareció más pequeño. Había desaparecido el naranjal pero allí estaba el campo de fútbol. Me emocioné al pasear por el porche y al asomarme a la clase segunda me pareció ver al hermano Tarsicio recitar los versos de Gabriel y Galán y allí estaba yo mismo y mi compañero Palacios emocionados. Salí del colegio a la avenida y tampoco estaban las moreras.

        
        
Por Fernando Durán Grande