sábado, 27 de noviembre de 2010

Crisis

¡Nunca desaproveches una buena crisis! He pasado de los cuarenta, y sin embargo, no tengo conciencia de haber vivido en primera persona otra crisis sino ésta que nos acongoja a todos el alma, todos los días. Les parecerá extraño, pero es así. Quizás sea que cuando uno goza de juventud todo es de un color distinto, quizás el empeño y la ilusión por abrirte camino en la vida no te deja tiempo para pensar en el drama de lo colectivo. No sé. Pero quizás también sea que esta crisis no es sólo económica, como otras anteriores, con un mercado financiero que se precipita al abismo y un tejido empresarial que se desmorona como un castillo de naipes, sino también se trata de una crisis política, con manifiesta ausencia de talento y de preparación de nuestros dirigentes para liderar el futuro, o a lo peor se trata de algo más, de una crisis social que apunta al fin de nuestra civilización, como hoy la entendemos. No sé, lo cierto es que el miedo a lo desconocido comienza a atenazarnos a todos, y el miedo es el peor de los compañeros de viaje.

¡Nunca desaproveches una buena crisis! La frase no es mía, ni tampoco de Hillary Clinton, aunque sí la hizo popular durante su última visita a Europa, como embajadora entonces de la nueva administración Obama. Se refería al sentido de oportunidad que toda crisis implica, de desarrollo de nuevos negocios: las nuevas tecnologías, la lucha frente al cambio climático. Eso está bien, pero todos intuimos que no se trata de eso, sino de mucho más.

Ciertamente deberíamos aprovechar la crisis, pero yo creo que para hacer mudanza completa, y dar un vuelco a esta vida nuestra, y auparla por encima de todo lo que conocemos hasta ahora. Explorar nuevos mundos.


Por Manuel Durán

Ciencia y Vida

Hace ya algún tiempo tuve la ocasión de asistir a una disertación de nuestro humanista y académico, José Luis Sampedro, sobre la Ciencia y la Vida. Con motivo del aniversario del Parque de las Ciencias de Andalucía, esa joven institución que desde nuestra Granada aspira a convertirse en faro y guía de la divulgación científica en nuestra sociedad ávida de información, pero no tanto de conocimiento. Debo decir que disfruté del rato de filosofía, en el que se analizó ese callejón sin salida al que ha llegado nuestra civilización, en lo social y político, en lo económico y, sobre todo, en lo ecológico.

Todos somos conscientes de lo que la Ciencia nos ha dado, en especial durante los últimos doscientos años de trabajo en sinergia con la Tecnología para resolver problemas, y de camino hacer realidad mucho de nuestros sueños materiales. Esta es la razón por la que adoramos y reverenciamos a los científicos que la hacen posible, verdadero nuevo poder fáctico en nuestras sociedades occidentales.  

Por eso me parece atrevida y audaz la tesis de Sampedro que sostiene que la Ciencia actual, lejos de los que pudiera parecer a primera vista, se ha convertido en el más claro enemigo de la vida, pues con su grado de excelencia y eficacia es una clara amenaza para la supervivencia del planeta. Según esta tesis, estamos rozando la barbarie, la inhumanidad, en muchos de nuestros comportamientos diarios, y lo que es peor con la colaboración activa o pasiva de la política entendida como demagogia que se sustenta en el dominio de los medios de comunicación, de una crisis sin precedentes de nuestros sistemas de valores, de un pensamiento económico anclado en los paradigmas del siglo dieciocho (el mercado como medida de todas las cosas), y de unas religiones incapaces de hablarle al hombre de hoy en un lenguaje que sea capaz de entender.

Sin lugar a duda, nuestra civilización actual no será en el futuro si no logra dar respuesta eficaz, y en tiempo récord, a este problema. Cierto es que debemos apoyarnos en las organizaciones supranacionales en la búsqueda de un liderazgo mundial coherente, pero no es menos cierto, que todos somos corresponsables de lo que estamos haciendo con la vida en nuestro planeta, y que estamos obligados a liquidar, y rápido, nuestros hábitos de consumo superfluo (que es mucho), y al mismo tiempo exigir a nuestras autoridades el desarrollo de políticas concretas para remediar este desaguisado. ¡Logremos que la Ciencia vuelva al servicio de la Vida!

Por Manuel Durán


Plazos a la vida

Foto: Sevilla, 1997. Feria de Abril

Los naturalistas, que hemos hecho del estudio de la naturaleza nuestro horizonte vital, y del método científico nuestra bandera, sabemos que no es posible ponerle plazos a la vida. Que la vida se ensayó en repetidas ocasiones, en un planeta Tierra inhóspito, hasta que con éxito dos moléculas se convirtieron en moneda de vida, el ácido nucleico y las proteínas. Que la semilla espera meses, años, incluso cientos de años, hasta que las condiciones ambientales son idóneas en nutrientes, agua y temperatura para germinar. Que la vida se manifiesta ya desde el preciso instante en que el espermatozoide fecunda al óvulo, pues para preservar su propia individualidad, única e irrepetible, lo primero que hace el nuevo ser es modificar sus estructuras externas para hacerse inviolable, y después implantarse en la matriz, e iniciar ese maravilloso milagro de la gestación, en el que, si fuese preciso, la propia madre dona su salud y su vida para preservar la vida del ser que lleva en su seno. No, no es posible poner plazos a la vida, y menos a una vida humana, por más que quieran imponernos una nueva ley de plazos para el aborto.

Los hombres de ciencia, cuando se desnudan de ideología y dejan atrás su servilismo al poder político, saben que las leyes naturales existen, y de necios es negarlas. Los demás, las experimentamos diariamente; no podemos sustraernos a ellas, por mucho que queramos: aunque ciertamente quedaríamos maravillados si la manzana que se desprende del árbol subiera al cielo, sabemos que caerá al suelo siguiendo la inexorable ley de la gravitación universal. Así también, los progenitores dan su propia vida si fuese necesario por su prole, pues es ley natural la preponderancia de la especie sobre el individuo; los genes deben perpetuarse, la vida no pertenece al individuo. Lo haríamos nosotros por nuestros hijos, pero también lo hace la cierva por su cervatillo cuando es acosada, y hasta lo vemos en la loba, cuando es perseguida por el hombre para darle caza ¿Recuerdan aquellos memorables episodios de El Hombre y la Tierra, de nuestro Félix Rodríguez de la Fuente? Preservar la salud síquica de la madre no es razón para  el aborto; la muerte nunca es camino, sino fin.

Valentía  y compromiso, es lo que la sociedad espera de nosotros. Valentía para decir a voz en grito, sin ambages, que no cuenten con nosotros para ese disparate: todo tiene un límite. Rebelión cívica que no podemos dejar en manos de otros; todos somos responsables. Y compromiso con todas las madres y sus hijos que van a nacer, para que nunca se sientan solas, para acogerlas y reconfortarlas cuando lo necesiten, para tenderles la mano, para demostrar que otra manera es posible, lejos del individualismo que a todos nos atenaza y nos hace mirar siempre para otro lado cuando justo se nos necesita para arrimar el hombro ¡Manos a la obra!

Por Manuel Durán

El Universo de Nuestros Hijos

Foto: Desde Cumbres Verdes, Granada en la noche. Diciembre de 2008

Recuerdo con emoción aquellas noches de mi niñez, vividas en el pequeño patio de mi casa; las ramas de un limonero, mecidas por la brisa, cortaban el silencio profundo de la noche oscura, en la Sierra de Aracena. Mi padre gustaba de terminar los largos día de verano con toda la familia reunida en tertulia, las luces apagadas y por techo la inmensidad de la bóveda celeste, colmada de estrellas. Le gustaba contarnos historias que siempre nos embelesaban, unas reales otras imaginadas, pero siempre muy vivas para la mente de un niño de siete años. “Papá, ¿desde qué estrella nos mira mamá?” “Fijaos…, ese conjunto de estrellas brillantes, siete, que si las unís forman la silueta de un carro… ¿Las veis? Es la Osa Menor, y ¿veis cómo brilla la que está en el extremo del mango? Se llama la estrella Polar, allí está mamá, mirándonos”…  También me encantaba contemplar la Vía Láctea, el Camino de Santiago, que en aquel tiempo me imaginaba surcado cada noche por el Santo en su corcel blanco ¿Adónde irá? Me preguntaba. Y entonces el misterio me invadía. Y me sentía pequeño, muy pequeño, ante lo sublime del espectáculo.

El hombre de todo tiempo y lugar ha contemplado la esfera celeste, espejo donde ha visto reflejada su propia imagen del mundo, y también la imagen de su universo interior. Pensemos en cómo la observación del cielo inspiró la mitología griega, y también, siglos después, el nacimiento de la filosofía en Mileto. El misterio del cielo estrellado en el Monte Sinaí también debió estremecer a Moisés en su diálogo sincero y profundo con Yahvé. Jesucristo llamó bienaventurados a los pobres de espíritu y a los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, y les prometió el Reino de los Cielos. Más tarde, Copérnico, Brahe, Kepler, Galileo y Newton encontraron en las estrellas la esencia del pensamiento positivista que terminó por engendrar la ciencia moderna que tanto nos ha dado, y los navegantes encontraron en el firmamento guía para sus travesías de descubrimiento. Y es que el cielo ayudó siempre a humanizar la tierra y al propio hombre.

Poco a poco, las estrellas de mi niñez se han ido apagando, una a una. Hoy es difícil contemplar el cielo en todo su esplendor, la contaminación lumínica de nuestros pueblos y ciudades nos lo impiden. Y es entonces cuando tomo conciencia de que quizás sea eso lo que más nos aleja de las nuevas generaciones. Hoy el firmamento de nuestros hijos es bien diferente: lo configura una pequeña pantalla, de televisión, de ordenador o de videoconsola, y apenas unas cuantas teclas que pulsar para atender a sus deseos, o para asomarse a ese mundo nuevo que espera en el internet…. Nos queda a los padres el esfuerzo por encontrar junto a ellos el camino bajo este nuevo firmamento, que les lleve a vivir los valores que deben siempre permanecer para que el ser humano sea, eso, cada vez más humano. ¡Buen viaje!

Por Manuel Durán

Trabajo Amoroso

Foto: La Zubia (Granada), octubre de 2003. Construcción en la Vega.

Vivimos siempre atareados.  Parecemos hormigas encerradas en un mundo de agitación y prisas. Rutina sin fin. Nos cruzamos a diario con muchas personas, pero apenas logramos retener algo de ellas: el nombre, su rostro, o quizás alguna palabra. Pasan, unas veces vuelven, la mayoría no las volveremos a ver jamás. No parece importarnos, lo aceptamos sin más.

Pero en ocasiones las cosas son distintas, hay personas que apenas necesitan que les dediquemos unos instantes de nuestras vidas para que pasado mucho tiempo después sigamos recordándolas, y nos evoquen un profundo sentimiento de alegría y gratitud. Si miramos, allí las encontraremos: la panadera que nos despacha con un “buenos días primor”, el kiosquero que  sin prisas comenta la última noticia, esa cajera que nos sonríe al devolvernos el cambio, el funcionario que con paciencia y amabilidad nos explica cómo rellenar ese impreso, la azafata que nos reubica en el siguiente vuelo a casa, o el veterinario que con mimo sana a nuestra mascota. Otras veces ni siquiera los llegamos a conocer, pero ahí queda la estela de su esfuerzo, disfrutamos de su trabajo bien hecho: ese sugerente artículo del periódico del domingo, la novedosa vacuna que nos resguardará de los avatares del invierno, o la calidez de nuestro nuevo hogar. Trabajo amoroso que nos hace más humanos.

En circunstancias como las actuales de escasez, pienso que urge recuperar el sentido del trabajo como don que la sociedad nos brinda, y también como donación a la que estamos moralmente obligados. Abandonar de una vez esa alienante y empobrecedora idea capitalista del trabajo como mero factor de producción. El trabajo es mucho más; el Concilio Vaticano II nos lo recuerda con preciosas palabras: “con su trabajo el hombre ordinariamente sustenta su vida y la de los suyos¸ se une a sus hermanos y los sirve; puede ejercer la caridad verdadera y cooperar en el perfeccionamiento de la creación divina”  (Gaudium et Spes, 67). ¡Feliz esfuerzo!

Por Manuel Durán

Maceteros urbanos

Foto: La Zubia, Granada, 20-02-2008. 07:45. Frente a la Casa Pintá.

Naturaleza sometida. Eso es lo que siento cuando contemplo esos diminutos maceteros, tan de moda en el paisaje urbano. Plantas, flores domesticadas, confinadas, alejadas de un verdadero suelo en que enraizarse, aisladas de todo lo vivo, rodeadas de ruido y contaminación. Y pienso si no es ese el destino final que el hombre se empeña en dar al resto de seres con los que comparte la creación.

La obra de los naturalistas Charles Darwin, y del menos conocido Alfred Wallace, revolucionó, allá en el siglo XIX, la percepción que los humanos teníamos de nosotros mismos: somos seres vivos con un origen común al de otros muchos. Meditando sobre ello, me asalta la idea de que tan pronto como  tuvimos noticias de este hermanamiento por naturaleza, decidimos, como Caín contra Abel,  iniciar nuestra particular lucha fratricida. En efecto, también el XIX fue el siglo de la consolidación de la revolución industrial y de la economía productiva, esa que encumbró al mercado como dios y señor de todas las relaciones humanas. Esa que luego, un siglo más tarde, se travistió en “economía sostenible” para convencernos de su viabilidad, más “cuidadosa” con la gestión de los recursos naturales.

Pero la catástrofe a las que nos aboca el cambio climático, sólo los necios parecen ya negarla. Aún así las sociedades del primer mundo prefieren seguir adelante con sus hábitos de muerte. Seguimos sin tomar conciencia sincera de que el problema es de una dimensión mucho mayor, y es que el cambio climático es tan sólo la primera consecuencia global de la devastación completa a la que sometemos día a día al planeta, en todos sus rincones.

Nos negamos a reconocerlo. Aunque en lo más profundo de todos nosotros, cuando reflexionamos sin prejuicios, surge la idea de que una forma de vida como la nuestra, basada en el consumo desaforado, no es compatible con el futuro de la Tierra. Y de alguna manera sentimos que debemos cambiar, que también es nuestra responsabilidad. Por eso es hora de ponerse en marcha y pregonar  a los cuatro vientos: ¡Cambio climático, Cambia tu vida!


Por Manuel Durán

El Pensador

Foto: Granada, 06-02-2008. 08:30. Fuente de las Batallas.
Exposición temporal al aire libre. Rodin: “El Pensador”.

Evoca. Una imagen evoca, evoca más que los olores, más que los sabores, más que las texturas, o más que los sonidos. Evoca sensaciones, evoca recuerdos, evoca pensamientos. Ese es el potente encantamiento que obra en nosotros, hasta tal punto que la sociedad de hoy es seducida de manera incondicional por ella. Todo es imagen.

También inspira al entendimiento. Aristóteles da comienzo a su Metafísica con un “Todos los hombres tienen el natural deseo de saber. El placer que nos causan las percepciones de nuestros sentidos son una prueba de esta verdad”. Pero para el filósofo, como para mí, el conocimiento de lo que podemos ver es superior a cualquier otro. Confieso que yo también fui seducido, de manos de la fotografía, arte que practico por placer siempre que llega la ocasión o la inspiración me alcanza.

Hace mucho tiempo que acaricio la idea de un “espacio para pensar en alto”, un espacio que se ayude de la imagen. Unas veces será la imagen la que llame al pensamiento, otras, al revés, será éste el que vaya en busca de la imagen que lo complete.

Pues creo, que si algo perverso obran las adicciones en nosotros es el aniquilamiento de nuestro pensamiento, de la capacidad de dirigir nuestras vidas. Pensar y amar, completan la esencia humana y nos hace felices. Desde siempre, todos los enemigos del hombre han tratado de destruirlo dominando su pensamiento y banalizando el amor. Todos los que lograron pensar y amar por sí mismos alcanzaron la libertad, aún en la adversidad. Ese es nuestro gran reto, también hoy.

Y debemos saber que en esto del pensar no estamos solos. Los animales son más listos de lo que pensamos o al menos eso es lo que sugieren los últimos estudios sobre comportamiento animal: muchas de las especies que nos acompañan en la aventura de la vida tienen “mente propia” en distinto grado de evolución. Atrás queda esa concepción del animal como máquina, que tanto daño nos ha hecho y que tantos motivos nos ha dado para devastar el planeta. Bonobos que aprenden lenguajes de símbolos y nos expresan así sus ideas, orangutanes que juegan a acunar ramilletes de hojas como si fuesen muñecos, elefantes que se reconocen al mirarse en el espejo, loros que no sólo dialogan con sus cuidadores, sino que también distinguen colores, formas y tamaños, ovejas que reconocen caras humanas y las recuerdan durante mucho tiempo, perros que comprenden el lenguaje humano, o pulpos que se divierten disparando agua a botellas de plástico. Todo un descubrimiento que nos devuelve el hermanamiento, también en este aspecto, con la madre naturaleza, tan necesitada hoy de nuestra compasión.


Por Manuel Durán